¿Por qué la muerte?

Debajo de la puerta se colaba un as de luz muy tenue que no alumbraba lo suficiente, pero permitía saber que el día no se había muerto, que el Sol aún espiaba en algún sitio de la casa; que el día no terminaría tan pronto, y que el dolor no acabaría de inmediato, como lo había previsto.

Su cuerpo yacía en el suelo, rodeado de todas las cosas que algún día amó. Los zapatos estaban regados por todas partes; un par de calcetines, un sostén y un trozo de papel era lo que su poca visión aún alcanzaba a percibir. Bien podría decirse que todavía quedaba un poco de vida en ese cuarto, que la esencia de la chica que lo habitaba flotaba en el aire … pero la sangre que rodeaba a esa misma chica era la señal funesta de que eso era mentira, que nunca más su esencia rondaría por ahí, que la vida se le iba chorreando por las muñecas, por lo largo de los brazos, y por el corte en el cuello, que por desgracia no atinó a la yugular. Vaya tonta forma de morir se dijo, intentando rascarse la nariz que sabrá el cielo por qué diablos le empezó a picar en ese momento, pero la mano estaba inmóvil en el suelo, terca en no quererse levantar hasta su rostro, así que se conformó con que el picor pasara, con que todo pasara.

La luz se había tornado más liviana, y las primeras gotas de lluvia comenzaron a golpear. Lentamente y con un esfuerzo monumental giró la cabeza hacia la ventana, pero las cortinas estaban cerradas así que sólo pudo imaginar el espectáculo. La lluvia comenzó a arreciar, y su atronador siseo apagó por completo la pieza clásica que venía de la casa de junto, de la mujer cincuentona que parecía adoradora de Bach, y agradeció que no fuera esa música la última melodía que se llevaría a la tumba, sino la de un aguacero en agosto.

Suspiró.

Nunca había imaginado que la muerte tardara tanto, que la sangre corriera tan rápido y que su mente divagara en tantas cosas antes de morir. Le dieron ganas de ponerse bocabajo, de sentir el frío en el vientre y el pecho en vez de la espalda, pero supo de inmediato que era una idea absurda, que por más que intentara no lograría voltearse. Resignada, cerró los ojos y se perdió en el sonido de la tormenta.

Algunos minutos después, que le habían parecido horas, despertó y aún estaba viva. Su cuerpo, su alma, su corazón, o lo que fuere, seguía aferrado a ese ápice de aliento que le quedaba, y ya comenzaba a hartarse de esa situación. Por un momento pensó el por qué lo había hecho, y más importante aún, cómo es que se había hecho esas heridas y de qué forma había llegado al suelo. ¿Se habría caído? No, nada parecido a un moretón o alguna herida causada por una caída parecía dolerle. Desechada la idea, hizo un esfuerzo aún mayor por recordarlo, pero tenía una gran laguna en la mente que no le permitía resolver la única duda que tenía antes de partir. Ya inventará algo quien me encuentre, pensó, y volvió a cerrar los ojos.

Un sobresalto fue lo que la orilló a abrirlos de nuevo. La lluvia había cesado de repente y la luz debajo de la puerta era inexistente. Hubo un silencio absoluto que la rodeó de golpe, pero al instante fue roto por un lento palpitar muy turbio, algo que al parecer era la despedida de su corazón. Ya era hora, le dijo al órgano agonizante en forma de reproche, y al mirar su pecho, desvió la vista hacia sus manos, ahora unas masas amorfas cubiertas de una negrura pantanosa, pero pudo reconocer las puntas de los dedos, coronadas por el tinte color ciruela del barniz que traían sus uñas. Era mi color favorito, deseo que mi hermana se lo quede, pensó, a modo de testamento, y miró al techo en espera de leer lo que había escrito ahí hacía siete años: "
Amarte, era como morir un poco", pero ya no podía leerlas, la luz era muy poca, así que sólo las recordó, y pensó en el día amargo en que las había escrito, y que a pesar del desenlace de esa historia, no las borró porque era la cicatriz más profunda que llevaba en el alma, y sólo ahí, en el techo de su habitación, se volvía tangible.

De pronto, como llamado por sus pensamientos, se escuchó el chirriar de la puerta cuando fue abierta y cerrada después, los pasos largos y pesados que merodeaban de la entrada a la cocina, de la cocina a las escaleras, y que lentamente ascendían, ahora como tambores para sus oídos. Lo escuchó silbar una melodía muy conocida, una vieja canción que hacía tiempo no sonaba entre esas paredes, y luego, cómo revolvía algunos papeles con sigilo al filo de la escalera, a unos pasos de la puerta donde el Sol había desaparecido, y era reemplazado por la luz artificial de un foco.

Suspiró, su último suspiro adivinó, y poco a poco el mundo se fue haciendo vago. Ya no sintió su cuerpo ni el suelo, ni siquiera lo escuchó cuando abrió la puerta, sólo pudo reconocer el golpear de una impresión muy fuerte en su rostro, y el reflejo de su imagen, desnuda, muerta, ensangrentada, en sus ojos.

Tarde, como siempre fue su despedida en sueños, para después volar muy lejos, fuera de ese cuarto, de sus brazos, de sus sueños.

Cerró los ojos, pues sabía que la mirada de un muerto era grotesca, y con el último tirón de fuerza, se murió, sonriendo.


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