¡SOBREVIVÍ!


El fuego llegó a mí inesperadamente. No hubo ni siquiera un mal presentimiento al despertar o una señal de aviso, ¡nada! Todo tenía pinta de que sería un día normal, incluso rutinario. No sé si fue el destino, pero nuevamente "alguien" me jugó una broma muy pesada; hace ya varios años tuve cáncer, me invadió como una plaga y milagrosamente desapareció de mi cuerpo. Ahora que lo pienso, tal vez era sólo el entrenamiento...

Es difícil describir con exactitud qué fue lo que sucedió esa tarde, incluso tengo borrados cientos de recuerdos de mi infancia que vuelven incompletos cuando platico con algún viejo amigo (como hace poco con mi amiguísima Amparo). De lo que sucedió conmigo me enteré muchas semanas después, cuando al fin recuperé la consciencia y más importante, cuando mi vida dejó de estar en peligro. Me enteré que apareció mi nombre en las noticias, por lo cual muchos de mis conocidos fueron a visitarme al hospital. Lamentablemente no recuerdo ni un sólo rostro; bien pudo haber ido el presidente a mirarme con morbo y yo ni enterado.

El infinito dolor que llegué a experimentar no puedo ni siquiera explicarlo con palabras, y no se lo deseo ni a mi peor enemigo. En mi espalda quedó la poca piel sobreviviente del incendio, por lo demás, el 80% de mi cuerpo estaba chamuscado, y para que se cubriera nuevamente tenían que tallarme con un cepillo de acero que eliminaba el tejido no deseado. Las enfermeras ejercieron el papel de verdugo diariamente durante mucho tiempo, hasta que, casi demente por el dolor, pedí que me anestesiaran para soportarlo. Contra todo diagnóstico médico me escucharon, pero el dolor dejó de ser un gran problema; drogado como estaba, comenzaba a alucinar espectros terroríficos que brotaban de las lámparas y amenazaban con enloquecerme por completo, así que volvimos a la vieja técnica del cepillo y la agonía.

Un par de veces traté de suicidarme, de la manera más sencilla dado mi estado: Desconectarme. Pero a los hospitales no les conviene perder a un paciente que ya ha sobrevivido, y las alarmas se activaban como gritando incesantes que un idiota más estaba a punto de firmar su sentencia de muerte. Mi padre, que estuvo conmigo todo el tiempo que pudo, me pedía que soportara, y que dejara de pedirle que me dejara morir, haciéndome reflexionar: "Si tu hija te pidiera lo mismo, ¿tú la matarías?"... obviamente la respuesta era la misma. Él murió antes de que yo saliera triunfante del hospital, y nunca dejaré de culparme por ello, pues sé que su corazón no resistió mi batalla.

Llevo ya 65 operaciones y me faltan 35 más (ya que la piel de un quemado sigue creciendo, si no quiero tener manos de pato tengo que visitar continuamente el quirófano). Sé que aún me falta mucho por luchar, por parecer lo más normal posible aunque las innumerables cicatrices no me permitan olvidar. Es extraño que esto me suceda a mí, parece casi ficción.
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Éste es más o menos el testimonio de Edmundo Abarca,
amigo de la infancia de mi madre y
uno de los sobrevivientes del accidente donde murió Mouriño.
A pesar de todo, no ha perdido su sentido del humor :)