Crónica de un 26 de diciembre.

Era tarde, mis hermanos no estaban en casa, mis padres dormidos en su habitación sin cuarta pared, y yo, como si fuera la mañana del 25 y tuviera 10 años, armaba fascinada un rompecabezas que me regalaron en un intercambio, y miraba el "Rock And Roll All Night" de Kiss (otro regalo, éste de mi cuñada). Todo tenía ese aire de que sería un día común y corriente, de pijama todo el tiempo y re - recalentado de la cena navideña, cuando una llamada lo cimbró todo.

Al otro lado de la línea, la familiar voz de la mejor amiga de mi abuela (que murió hace algunos años) anunciaba que de común y corriente el día no tendría nada, pues su marido, compadre de mi abuelo (fallecido también), había muerto esa mañana en el hospital después de un mes de agonía. A comparación de la muerte de su hija, mi madrina, de quien escribí hace un año en este blog, la muerte de su esposo venía a ser de cierta forma un alivio, para su cansado cuerpo y para su desolada familia.

Esperamos toda la tarde, llegamos al panteón donde lo velaron a las 9:50 pm., su familia llegó a las 12:00 pm. pero su cuerpo les fue entregado hasta las 2:00 am., uniformado como lo vi desde que recuerdo: camisa, pantalón, sudadera y boina. Todo de blanco, las manos cruzadas sobre el pecho, una rosa blanca entre los dedos y las cicatrices imborrables del hospital en la cara. Su esposa y uno de sus seis hijos se acercaron a él, destaparon el ataúd y comenzaron a hablarle como si siguiera vivo, como se le habla a un enfermo en coma con la esperanza de que nos oiga y en algún momento reaccione.

Me acerqué a su cuerpo sin vida un tanto por curiosidad y otro tanto por despedida. Posé mi mano sobre la suya y dejé que su frialdad, más que la de la noche invernal, llenara mis sentidos para soltarlo, para convencerme de que ya jamás volvería a ver sus ojos nublados que percibían sólo siluetas. De ese hombre ya sólo queda el estuche, y hoy, después del medio día, será cubierto de tierra y lágrimas arrepentidas o tristes.

Para mí, él siempre ha sido un buen hombre. No porque haya sido un gran padre, un marido ejemplar o un amigo incondicional, pues para mí es más como un abuelito adoptado; sino porque siempre que nos veíamos tenía nuevas historias que contar, nuevas bromas que hacer, nuevas proposiciones para mi abuela, a quien le prometió que cuando murieran su compadre y su inche vieja (dicho con todo cariño), ellos se casarían y entonces sí Payis, no te la ibas a acabar.

Más que nada, es un hombre al que no podías negarle tu cariño, pues te robaba el corazón cuando al saludarte te pedía ¡ya no crezcas por favor!, y se asía de tu brazo con mucha fuerza para entrar a la casa.

A final de cuentas siempre voy a extrañarlo, aunque sé que ahora descansa en paz, un día nublado o caluroso recordaré su risa y tendré ganas de verlo, y entonces me golpeará en el pecho la estúpida realidad y me sentiré miserable, como me ha pasado con todos mis muertos.

¡Feliz, feliz no cumpleaños!

Debido a un error del Registro Civil (cuya historia tiene en su haber tres versiones diferentes), legalmente nací el 20 de diciembre de 1988 en Guadalajara, Jalisco. En el momento en que me registraron sí vivía allá, pero nací el 14 de diciembre en el Edo. de México, en la clínica 72 cuando aún no terminaban de construírla (cuenta la leyenda que no había vidrios en las ventanas de la sala de maternidad, y eso, sumado a un frío invierno, una diminuta bata de hospital y una familia olvidadiza y desconsiderada, dan como resultado a una madre primeriza confundida y congelada).

Mi madre escribió en la bitácora de mi nacimiento, que cuando me vio por primera vez le ofrecí una amplia sonrisa, cosa muy extraña en un bebé recién nacido. Mi abuelo, que murió cuando yo tenía cuatro años, me sentaba en sus piernas y le maravillaba que me gustara probar la comida amarga o rancia que él adoraba (como quesos muy fuertes) y que sin mucho esfuerzo me hiciera reír a carcajadas. No es raro, entonces, que a los 22 años recién cumplidos, tenga fama de ser una chica muy alegre con una risa escandalosa y contagiosa. A mucha gente eso le desagrada, pero forma parte de mí tan íntimamente como el tamaño de mis ojos o mis problemas ortopédicos.

No cabe duda de que cuando uno no espera nada, lo recibe todo.

He pasado uno de los cumpleaños más bonitos que recuerdo, y lo más emocionante es que los festejos seguirán durante toda esta semana. En el trabajo, por distracción, olvidé contar el por qué festejo el 14 y no el 20, así que mis compañeros pasaron inadvertido el día hasta que se los mencioné, lo cual hace más emocionante la comida del jueves porque me esperan algunas sorpresas según me dijeron.

Creo que nunca me había celebrado por tanto tiempo; es como recibir una excelente noticia después de un día muy malo. Mi emoción es infantil, pero no importa, gozaré de cada día cual si fuera mi primer cumpleaños.


Las felicitaciones por facebook siguen llegando, y la sonrisa tipo Cheshire no desaparece.