Madrugada

¿Por qué sigo soñando contigo?
En esta cama infinitamente blanca, atada a lo que parece una condena, despierta por la sed que me atosiga a altas horas de la noche, sorda por la conmoción de las pesadillas; agitada, sudorosa, asustada (¿por qué no?).
La habitación parece suspendida en el etéreo resplandor de la Luna llena; no hay sonido alguno en esta noche plateada, y por un segundo siento que moriré en el vacío, hasta que logro percibir un borboteo desesperado (¿qué es?)... el aire intentando entrar por mi garganta.
Siento las lágrimas correr por mis mejillas y empapar mis oídos al final de un rato. Agito la cabeza intentando secarlas, pero apenas consigo disiparlas. ¡Cómo quisiera poder frotarme los ojos! (sería tan bueno...), pero sólo me queda gritar en esta noche sin alma (¡de prisa! no tengo mucho tiempo).
Alcanzo a escuchar sus pisadas presurosas, el tintinear de las veinte llaves que cuelgan de su cinturón, sus movimientos torpes al intentar abrir la puerta, y la leve maldición que lanza cuando todas ellas caen al piso provocando un estruendo que quiebra la tranquilidad del pasillo.
Casi puedo reírme de la situación, pero la risa no brota esta vez, sólo suspiro y con una mueca lo saludo al verlo entrar (qué bueno que llegaste).
Él si sonríe, en su típico gesto dulzón y adormilado, ese que siempre tiene para las emergencias de más de media noche. Pregunta muy bajito si ha sido el mismo sueño (¿acaso hay otro que te haga venir corriendo?). Sí, ha sido el mismo, contesto en un susurro. De alguna forma, eso le tranquiliza; quizá sea porque sabe muy bien cómo controlar la situación (dame mi medicina viejo, déjate de charadas).
Al otro lado de la habitación, del único mueble que la decora además de la cama gigantesca, saca una jeringa y el pequeño frasco de contenido oleoso que cura mis malestares, pero que nunca ha logrado desaparecer los malos sueños (habrá que preguntarle si no hace falta más dosis...).
Me quedo quieta, tal como él lo pide, casi hipnotizada por la forma en que se vacía el frasquito, para luego deleitarme con el sumo cuidado con que despeja mi cuello, sujeta mi cabeza entrelazando sus dedos con las cortas hebras de mi cabello, penetra mi piel con la gruesa aguja, y me susurra al oído que todo estará bien, haciéndome cosquillas con sus labios.
Al terminar la operación, y mientras la mente se me va a blanco, se cerciora de que las heridas en mis brazos van sanando óptimamente, que las correas que sujetan mis muñecas no están demasiado apretadas, que todo está en orden, vaya. Pero antes de decir buenas noches ya me voy, algo en la ventana llama su atención casi asustándolo: al otro lado, un gato muy oscuro lo mira fijamente, como esperando a que salga, atravesándolo con sus ojos brillantes, sin parpadear.
Nervioso (sin duda) da un par de pasos hacia atrás y me mira, aliviado por el suspiro placentero que es mi repuesta a su despedida, y se va hacia la puerta caminando de espaldas, fijos los ojos en las pupilas de aquel felino estático, que al verlo partir salta desde la ventana al suelo, cayendo de pie, como si nada.